El Paltarrealismo. Ese lugar. El orden que lo rige, inmutable, a pesar del crecimiento del pueblo. La división social marcada a fuego entre Paltones y Pasturris. Entre los que trabajan en las plantaciones de paltas y los dueños, los que viven en las casas grandes tras los cercos, los vigilantes y los perros. Una división inculcada desde temprano: iban a la plaza al salir del colegio, dividiéndola: en un pequeño sector quienes tenían dinero, los hijos de los hacendados, mientras que en el resto los niños de los colegios pobres, sin más expectativas que trabajar en las parcelas de los padres de los niños ricos hasta que quienes estaban al otro lado de la plaza tomaran el mando de los fundos. Un cine. Siempre la misma película.
Para un chico de pueblo, un país no significa nada escribe Cristóbal Gaete. Tiene razón. No hay mucha diferencia entre el pueblo y el Fundo/País. Al final, se trata del círculo cerrado de las familias y del resto, la inmensa mayoría, los que trabajamos en las plantaciones. Para comprender ese mundo, para relatarlo, la literatura de Gaete despliega con acierto la estrategia de la parodia. Según Bajtin, esa distancia entre lenguaje y realidad, condición indispensable para el nacimiento de las formas auténticamente realistas del discurso.
En la parodia siempre entra el odio y el amor dice Osvaldo Lamborghini. Esa vitalidad, la del odio y el amor, recorre estas historias, sus personajes. La alegoría de un país que es sólo paisaje. Con suerte, una gran provincia. Como toda parodia, este texto es una impugnación del poder. Una crítica lúcida y radical a esa realidad y a ese lenguaje. Al habla de la provincia que se pega como el olor a palta.